martes, 10 de noviembre de 2009

LA LECTURA COMO CONSTRUCCIÓN DE LA SUBJETIVIDAD



Por Julio César Correa

Este espacio creado por la lectura no es una ilusión. Es un espacio psíquico, que puede ser el sitio mismo de la elaboración o la reconquista de una posición de sujeto.
Michel Petit
A Claudia Margarita Castaño
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Leer es un acto individual que compromete la posibilidad del lector para construir su propia subjetividad. Es la posibilidad y el derecho que tiene todo lector de elaborar un mundo propio a partir del contacto con el texto escrito. Por lo mismo, ya no se trata de reproducir-traducir el mundo implícito del libro, sino de trascenderlo para conquistar un universo en el que prevalecen las improntas del lector. Al lector le asiste el derecho mágico de proponer la creación de un mundo que no replique el del autor. La lectura no es una copia ni un acto pasivo, tampoco es la acción que se ejerce sobre la humanidad del lector para que diga lo que el texto obliga. La lectura, lejos del control social, es la búsqueda de la soberanía intelectual. Se lee entonces para cimentar maneras propias de asumir la vida y de decir el mundo; se lee porque es necesario desobedecer las tradiciones y las costumbres o porque se sospecha de que el mundo, la realidad, sea algo más que los ladrillos que sostienen los altos edificios de las grandes ciudades; se lee porque es necesario fortalecer los nichos subjetivos, apenas esbozados en los primeros años de vida, quizás por ausencia de calidez afectiva en su entorno más cercano.

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El sujeto que lee se sabe no leído. Pero ningún psicoanálisis hará lo que puede lograr una buena lectura. Habrá lecturas reparadoras, generalmente, por fuera de su inscripción en las instancias del deber. Serán aquellas, por el contrario, que se harán lejos de la tutela paterna o del control social, a lo mejor, porque son las que se eligen en medio de las circunstancias que la vida y sus avatares proponen. Dice Estanislao Zuleta que se lee siempre desde una pregunta abierta o desde un problema sin resolver. Pues bien, el modo de lectura que se sugiere en esta reflexión se ubica precisamente allí, en medio de la inquietante circunstancia del existir. En esa tensión irresuelta la lectura surge como una posibilidad de autonocimiento, de construcción de un sí mismo, ese que le ha sido negado porque los objetos amados le han sido generalmente esquivos. Al no haber encontrado calidez en el encuentro con el otro, el sujeto se repliega en sensaciones y emociones que se congelan mientras busca por todos los medios el momento en que pueda desplegar su Yo más íntimo. Y ese momento ocurre a solas, entre grandes silencios, entre ausencias y apariciones rizomáticas, entre libros y páginas donde busca inconscientemente respuestas a sus inquietudes. No saberse leído es quizás no saberse amado primigeniamente.

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Los libros serán los sustitutos de ese otro objeto amado. La literatura será inicialmente el mejor refugio. Allí, entre personajes elevados a la categoría de héroes, iniciará una larga marcha por entre mundos laberínticos, valles, montañas y ríos. Bajará a los infiernos para reconocer entre los muchos rostros de los demonios el suyo propio, sus miedos y tensiones; revivirá emocionalmente la historia de su infancia, marchará junto a sus héroes más amados y en ellos encontrará el refugio y la calidez afectiva que le fue negada. El mundo exterior le será menos amenazante y más agradable; de allí que decida descender de los profundos pliegues de su retiro interior para hallar entre los otros algunos rostros amables, serenos o, simplemente, frías máscaras que se seguirán interponiendo en el camino de su construcción personal. La literatura le mostrará la senda de la autocuración, el camino hacia los otros, hacia el mundo que ahora puede ser cálido como el abrazo de una madre que es capaz de reconocer y superar sus propias tensiones. En brazos de Raskolnikov, de Ana Karenina o de Edmundo Dantés, el lector ávido se arriesgará a salir de su inseguridad existencial para empezar a pisar el suelo cierto de los hombres y de las mujeres que le miran sin que medie la visión introyectada de la madre indolente. Ya no es el sujeto que se mira a sí mismos desde la mirada enquistada de su madre cuando los otros se fijan en él. Ya no hay tanto dolor ni miedo, ni tensiones inconscientes. El lector ha decidido asumirse como sujeto, cada vez menos dependiente, cada vez más autónomo.

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Es urgente entonces arriesgar hipótesis sobre lo que uno se ha resistido a aceptar como realidad última. El mundo exterior no puede erigirse en amenaza y el mundo interior no puede ser el último refugio. De ese vivir en medio de la incertidumbre total busca pasar a un estado en el que ésta sea menos abrumadora. Por eso se arriesga a las hipótesis y juega con las posibilidades que el mundo le ofrece. Sabe que la incertidumbre paraliza y que las hipótesis, por más provisionales que sean, permiten el movimiento y la acción. Leer es la mejor apuesta. La mejor hipótesis. Y como la información que llega a través de los sentidos es precaria, resulta necesario caminar sobre los bordes filosos de las realidades emergentes, esas que se deben construir para ampliar el sentido y los horizontes que amenazan con angostar la vida. La literatura le ofrece una información mucho más rica y llena de matices, más vívida; por eso, decide meterse en los universos emocionales e imaginarios que la cultura dispone sobre su mesa, a la manera del diván de un terapeuta. Ese sujeto que se busca a sí mismo y halla ecos de su propia voz en los diálogos y narraciones de los escritores, es el lector que se sabe no leído. Es el mismo que desborda sus propios límites al pasar horas enteras en silencio, conversando con los libros, en el retiro cómodo de un sillón o sobre el natural verde de la hierba que crece a sus espaldas; es el que apaga la lámpara cuando el sol amenaza con sus rayos de luz las nubes grises de la madrugada. Es el sujeto que sospecha de su propia cordura y por ello se hunde cada tarde como un barco sobre las aguas profundas del conocimiento o de la fantasía literaria. El lector ávido es una suerte de huérfano, un ser desvalido, alguien dejado al azar de las circunstancias de la vida, abandonado y sin los afectos de los seres más significativos, por eso, se obliga a construir un mundo personal donde pueda reconocerse y hallar su identidad. Su conciencia, su subjetivad, pende apenas de un ligero murmullo como el que se escucha cuando decide cerrar el libro y dejarse ir entre imágenes y divagaciones. Cuánta felicidad hay en ese sólo hecho.

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Como sospecha del mundo, necesita comprobar que éste no se evapore en medio de las dudas. Es así que decide adelantar toda clase de hipótesis acerca de las cosas, de los hombres y del mundo o, de lo contrario terminará atrapado en el mismo túnel en el que se extraviara finalmente Juan Pablo Castel. A diferencia de Castel, asumirá la lectura como el medio más apropiado para elaborar sus teorías provisionales, sus hipótesis; y en ese forcejeo gozoso con las palabras, con los libros, hallará momentáneamente la templanza necesaria para erigir las murallas en las que se resguardará mientras el invierno de su alma arrecia. Entre libros – poesía, novelas, biografías, etc.- podrá encontrar conversaciones llenas de imaginación y de sentido, esas que se niega a entablar con sus más cercanos o que le son negadas por ellos mismos. Los libros serán el lenitivo indispensable para continuar viviendo. Esa será la mejor hipótesis. Seguir viviendo para apostar por las teorías provisionales, las mismas que insisten en seguir sosteniendo la verdad del mundo como si fuera algo absoluto.

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El lector que decide elaborar sus propias teorías porque necesita hacerse a sí mismo, en vista de que ha sido extrañado de su nicho afectivo, es el que terminará convertido en un artista; su temple de ánimo lo conducirá irremediablemente por el mundo como si fuera el artista de la cuerda floja en un circo: la mayor hipótesis será aquella que lo obligue a considerar el mundo como un holograma. Para él no habrá certezas ni absolutos. El mundo será la réplica del título del libro de Marshall Berman: todo lo sólido se evapora en el aire. Por eso, deberá estar constatando con frecuencia la solidez del mundo, de ese mundo que le han vendido como la prueba irrefutable de que la realidad existe y no es un puro reflejo de su conciencia. Destinado a sospechar de la consistencia de los muros, se sumergirá en la lectura de los cuánticos y la microfísica le comprobará que su sospecha era cierta, que el último sillar de la realidad es apenas una cifra negativa y no el ladrillo de Demócrito. Finalmente entenderá que el mundo tiene la misma consistencia que sus sueños más personales.

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Una página en blanco resbala en medio de la noche, pero nadie escucha el ruido noble del papel sobre el piso. Ese ruido es música para los oídos de un lector gozoso. Como se sabe, los lectores hedónicos no duermen, leen mientras sueñan que el mundo está hecho de páginas en blanco y eso los atemoriza, pues no hay nada que leer. En el mundo de Orwell los libros podrían estar hechos de páginas en blanco. Pensarlo, más que una probabilidad es una sospecha, una teoría que requiere ser comprobada, Castel. Una simple hipótesis, una conjetura. Sólo eso.



Manizales, 30 de mayo de 2004
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