viernes, 8 de abril de 2011

EL ENSAYO Y EL JUEGO ERUDITO/ Gabriel Arturo Castro

Por: Gabriel Arturo Castro

El ensayo y la poesía de William Ospina derivan de un clasicismo de fondo, procedente a su vez de una actitud espiritual y de una evolución estilística. Escritura vinculada a una visión laica de la realidad (en lo que tiene de racional y fiel a la norma), defensora del arte como elaboración teórica y de la nitidez y la perfección como valores formales. Quizás los géneros literarios son para el autor medios o disculpas que sirven de vehículo hacia la expresión de ciertas preocupaciones intelectuales.

Su punto de vista es el de un puntual lector que va tejiendo una red de conexiones, ayudado por un conjunto de conceptos y asiduas citas  de sus influencias literarias, siendo ellas fuentes de autoridad (Borges, Chesterton, Dante, Whitman).

El tono de sus ensayos tiene que ver igual con su juego erudito, pues refleja el ambiente especulativo, el segmento de la cultura humanista que Ospina extiende desde los textos de La decadencia de los dragones, lugar donde las ideas fundamentales giran alrededor de “los placeres de la lectura, el anhelo de eternidad de ciertas formas del lenguaje, la sed de innovación y ruptura que caracteriza las literaturas de la época”, según palabras del escritor.

El apartado que le da título al libro: La decadencia de los dragones, es en mi opinión, el mejor ensayo, dado que allí Ospina por fin se libera de toda atadura y despliega su espíritu subjetivo, interrogador, de una manera ágil, fluyente y abierta. Es que en los demás, aunque brillantes y lúcidos, tanta cita frecuente como medio de justificación, extravía la voz personal del autor, preocupante rigidez para quienes siempre hemos creído que el ensayo no pretende descubrir nada, sino probar, sondear, pulsar la capacidad de una expresión estética.

Afirmo lo anterior acerca del texto La decadencia de los dragones, epílogo del libro, porque allí Ospina diserta creativamente sobre el ocaso de la imaginación en los tiempos modernos, el derrumbe de las grandes mitologías y el papel actual de la literatura fantástica. Habla de la modificación de la imaginación gracias al paso de la creación colectiva de las antiguas sociedades, al predominio individual de la contemporaneidad. Incluso pasa de la crítica a la autocrítica cuando se incluye en el juicio certero:

“Pero hasta los poetas terminaron sucumbiendo a la idea de que la literatura es un ejercicio de la razón, y desconfiando del dictado de la musa o de la diosa, de eso que llamaban los antiguos la inspiración. ¿Cuándo abandonamos tal espontaneidad?”. 
Pregunta que proviene de una clara afirmación sostenida párrafos atrás: “Yo diría que nuestra imaginación se ha hecho menos inocente, menos espontánea y, si se quiere, más intelectual”.

El arribo de nuevas tecnologías es para William Ospina una de las causas del cambio, sustancial y definitivo, de la concepción de la imaginación. La revolución industrial desplazó la “laboriosa lentitud” del pasado por un espacio cotidiano lleno de “torres electrónicas, de naves voladoras personales y de hogares robotizados”. Culminaron la pasión y la inocencia de las sociedades antiguas clásicas y que constituyen de por sí los reiterados motivos de la nostalgia de Ospina. Su añoranza por la cultura griega, la admiración por sus creaciones y la exaltación de las expresiones del Renacimiento, serán unas constantes en el transcurso de la ensayística del autor de La decadencia de los dragones.

La explicación de Ospina acerca de la transformación de la actividad imaginaria es un poco estrecha. No basta encontrar la culpabilidad en la mentalidad adulta ni en las revelaciones de la ciencia sobre la literatura realista. Además de las anteriores, sería menester encontrar la raíz del debilitamiento de la capacidad de nuestra civilización para la fantasía en otras, variadas, complejas y distintas razones.

Ahora bien, cuando el ensayista se dirige más a la búsqueda de lo excepcional, hallamos en La decadencia de los dragones un excelente texto llamado Temas y obsesiones de Borges, el escrito más apasionado del libro, lúcido homenaje a su maestro Jorge Luis Borges, su influencia mayor, la figura que sobresale en el ámbito de su escritura, tal como lo escribió alguna vez Luis H. Aristizábal: “Ospina domina sus modelos, sobre todo a Borges. Sus ensayos (...) son muy borgianos, sin ser Borges;  apenas lo suficiente para rendir la lección sin dejar de ser Ospina”.
Borges, lo sabemos, fue un ferviente admirador de la literatura anglosajona, fascinación que tomó Ospina por esa vía.

 Borges y la literatura fantástica, es un escrito poseedor de algunas afirmaciones de tipo histórico que valdrían la pena ampliarse. Un asunto distinto es el ensayo histórico-social y otro el artístico-literario. Este último no demanda detallar minuciosamente las pruebas que fundamentan las afirmaciones, pero cuando en él se incluyen aseveraciones de carácter objetivo (sobre los eventos subjetivos del ensayo no se puede discutir su valor de verdad) es imperioso interrogar y precisar ciertos aspectos, entre los cuales subrayo el eurocentrismo del autor, la cuestionable afirmación de la existencia de vacíos históricos y de limitaciones del pasado de algunas naciones.

-¿Lo universal, tal como se insinúa en este ensayo, sólo es factible al heredar culturas europeas y con mayor énfasis si éstas provienen de las tradición griega o de la vertiente anglosajona?

Sobrevive la impresión de que la universalidad es exclusiva de las grandes civilizaciones, idea justificada durante todo el transcurso de la lectura del libro, a pesar del tímido intento de Ospina por desvirtuarlo o matizarlo en las páginas finales del ensayo titulado La palabra y el bronce, donde realiza un leve y poco convincente esbozo de la presencia contemporánea de la literatura latinoamericana, a través de la mención de sus culturas ancestrales y de la presencia de escritores como Pablo Neruda, Juan Rulfo, García Márquez o César Vallejo.

A propósito de Neruda, William Ospina traza un texto que llamó La embriaguez de las palabras, escrito en tono menor, sin el entusiasmo de los dedicados a Borges  o a Shakespeare, deteniéndose en alusiones biográficas, haciendo una especie de reseña del Canto General y transcribiendo poemas completos de dicha obra.

De Shakespeare confecciona una rica semblanza y una adelantada lectura de Romeo y Julieta, “... poderosa exploración de los misterios de la conducta y de los hilos secretos que mueven al destino humano”.

Revelador es también el acercamiento a Don Quijote y los cisnes tenebrosos, a partir de la interpretación de Estanislao Zuleta, de la cual Ospina retoma dos reflexiones cardinales.

Pasando páginas podremos saber luego de Cristo y la literatura en Ese hombre que escribía sobre la tierra, un viaje por ciertas páginas que tienen al profeta como motivo; y finalmente un ensayo que parecía un respiro, una ínsula  en medio de una atmósfera dominada por la presencia acuciante de Whitman, Borges y Shakespeare, me refiero a Literatura del siglo XX: la obsesión de la modernidad. Pero otra vez los dioses tutelares ya mencionados, se mezclan obsesivamente con Baudelaire, Rimbaud, Rilke, Mann,  y Eliot.

Visto de manera orgánica, el libro de Ospina es el resultado de la indagación, la concentración, un rico inventario de nociones e informaciones y una cultura vasta propia de la erudición.

(Ospina, William. La decadencia de los dragones, Alfaguara,  Bogotá, 2002, 222 páginas).


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