martes, 4 de febrero de 2014

SIETE CUENTOS DE RAFAEL AGUIRRE




Por RAFAEL AGUIRRE
Escritor nacido en Medellín, psicólogo de la Universidad de Antioquia. Tallerista en Creación Literaria Casa de la Cultura de Itagüí.


Es autor de los libros: 


Las Tentaciones de Tánatos ; Los Octámbulos; La Bruja que me Amó y otros Cuentos de Amor;  

Coautor del libro Nuevos Cuentos Colombianos; El Cuento de mi cuento y otros minicuentos.

 

Ha publicado cuentos, crónicas, reportajes y ensayos en revistas y periódicos literarios. Entre otros importantes reconocimientos, Aguirre fue finalista del Premio Nacional de cuento de Mincultura, 1998.



POLVO



«Somos polvo de estrellas y a ellas volveremos», debería pronunciar el cura al dibujar la cruz de ceniza en la frente del creyente.


           Las estrellas tan lejanas y acá su polvo haciendo el amor y la guerra.


Matilde desagua su tiempo desempolvando muebles, cuadros, ventanas, paredes, porcelanas… Cada objeto, toda superficie recibe lengüetazos del trapo húmedo. Hoy, como ayer, la casa queda resplandeciente, pero solo se ha dispuesto el campo de batalla para el polvo del día siguiente cuando todo se empolva y otra vez limpia, sacude, desempolva. El oficio malagradecido, la asepsia obsesiva de la patrona, sus inquisidoras yemas de los dedos en el polvo de cada día, tan doméstico como la mugre; garantizan el empleo de Matilde. Al final del día, la casa queda impoluta, pero en la noche, por las rendijas, se cuela furtivo el polvo de los caminos, el de las chimeneas, el que pinta de rojo los atardeceres, el que llaman polución, incluso, las partículas viajeras que desde el Sahara atraviesan el Atlántico.


¿Qué pensaría Matilde si viera en un telescopio las polvaredas del universo? Se vería como el vanidoso polvo del polvo de Dios porque, quizá, hasta Él mismo esté hecho de polvo ¿Y qué diría si viera en el microscopio los monstruos que impávidos navegan en motas de polvo? Tal vez le encontraría sentido a su labor sisifonesca; vería razonable exterminar seres que no son de este mundo. El goce inocultable de matar bichos. 


Caída la tarde, Matilde redime con jabón los trapos polvicidas, se quita el delantal, va al espejo, talco y polvera saca de su cosmetiquera y se aplica polvo en las axilas, en el cuello, en las mejillas… y sale a encontrarse con su amado…


         Ah, este mundo es un polvo.             

 

EL CUENTO DE MI CUENTO






    Ella no era tan niña ni tan inocente; había cumplido quince años y bajo el pretexto de haber llegado a la edad en que podía probarse como mujer, se vistió una caperuza roja, color que su abuela consideró escandaloso, se internó en el bosque deseando encontrarse conmigo y me encontró. 


Mi temperamento siempre es el mismo: feroz y astuto, aunque no más que los humanos. Aquel día no necesité de fierezas ni artimañas. Algunos rasguños y mordiscos recibió en su cuerpo virginal, nada graves, más bien simbólicos y propios de mi naturaleza; la sal del cuento es que a ella le encantó. 


Nuestro repertorio amoroso es rico en sensaciones, le fascinan mis colmillos, mi pelaje, mis aullidos a media noche y mis orejas grandes. 


No requiero de muchas palabras para contar mi verdadera historia. Dicen que me la comí junto con su abuela. Lo que pasa es que... bueno, ustedes comprenden... Ese bendito verbo comer tiene sus connotaciones, me lo achacaron literalmente y el asunto terminó como un cuento infantil.



DESTINO DE RATONES



Por años circuló el mismo cuento: el ratoncito que propuso ponerle un cascabel al gato para detectarlo cuando se acercara a la ratonera. La idea fue aplaudida hasta el paroxismo, hasta que otro ratoncito formuló la aplastante pregunta: «¿Y quién le pone el cascabel al gato?».


Pero en la asamblea de estos días, un ratoncito con gafas y de aire intelectual expresó lo siguiente: «Señores. Yo sé quién le pone el cascabel al gato». «¡Quiéeen, quiéeen...!», vociferaron todos ansiosos y el ratoncito en cuestión respondió: «Pues la culebra cascabel». De inmediato la ratonesca multitud irrumpió en voces: «¡síii, síii, síii...!». Y el estruendo de aplausos duró hasta que otro ratoncito de aire campesino pidió la palabra, se levantó y con voz tímida preguntó: «¿Y quién habla con la culebra cascabel?». Un silencio sepulcral, desesperanzador y con sabor a muerte, se apoderó del recinto. La asamblea terminó. 


«¿Y quién habla con la maldita culebra cascabel? Otra pregunta sin respuesta. Quién sabe por cuantos siglos más», murmuró a la salida otro ratoncito.




LOS PANTALONES DEL PAYASO

                                                                                                                                   

No soy psicólogo, sociólogo, antropólogo ni nada que justifique mi afición a escudriñar situaciones sórdidas, miserables y contradictorias de la humanidad. A veces voy a toros sin que me gusten los toros, pues mi interés se centra en observar a quienes observan. Cada vez que me acerco a la vitrina de un almacén, miro más a quienes miran que a la vitrina misma. Me he especializado un poco en semblantes de la idiotez. Voy por el mundo como un espectador acérrimo de la miseria y la estupidez humanas. 


No me gustan los payasos, excepto aquellos que hacen reír sin necesidad de pintorretearse la cara, tal y como lo aprecié una vez en un circo ruso. Y a propósito de circos, confieso que me atraen aquellos de carpas remendadas que llegan a barrios populares y a pueblos apartados de la ciudad como tugurios ambulantes del espectáculo y donde los enanos, payasos y malabaristas son los mismos que venden las boletas, recogen las basuras y les dan de comer a los animales. Un día, en uno de estos circos, vi salir al escenario un payaso en silla de ruedas; el hecho me hizo lagrimear el alma. Por alguna razón que raya con el masoquismo o el morbo, lo espectacular para mí es conmoverme con aquellos payasos que en vez de risa causan lástima. Con esta misma actitud asistí a la función de Puntillita, el gran payaso de las multitudes infantiles, el más popular entre la chiquillada que desde temprana edad ya muestra fanatismos incontrolables.


La función transcurrió entre aplausos, gritos, risas y carcajadas de los pequeños. A mí, hace ya muchos años que ningún payaso me hace reír, tal vez nunca ocurrió. Al terminar la función, a Puntillita se le ocurrió bajar del tablado y hundirse entre la algarabía de infantes, pensé que tal vez daría autógrafos o haría cosas típicas de los famosos cuando son asediados por sus admiradores, pero lo que vi me pareció insólito: la chiquillada, como un hormiguero devorando el insecto por fin cazado, se le abalanzó frenética. Una niña de bucles dorados le arrancó la gorra, otro chico le quitó la nariz roja, otros más se disputaban la chaqueta de arlequín, otro salía del tumulto con uno de los zapatones luengos y, más allá, otro corría con los guantes. El espectáculo terminó por fastidiarme cuando vi que un chico salía de la trifulca con los pantalones de rayas verdes, rojas y amarillas del zamarreado payaso como si se tratara de un gran trofeo. 


Filosofando sobre los alcances del fanatismo, que a veces se torna en una bomba de tiempo y no deja por fuera ni a los niños, me dirigí a tomar el microbús rumbo a casa. Cuando el vehículo dobló la esquina, a una cuadra de los hechos, alcancé a ver algo inverosímil: el colmo de estos tiempos saturados de cosas pavorosas: un grupo de niños corría por el andén, uno de ellos llevaba una mano que, juro, pertenecía al infeliz Puntillita, otro la otra mano, otro llevaba su risueña cabeza asida por los cabellos dorados del payaso y otro se echaba al hombro una de las piernas. 


Llegué a casa anonadado y cavilando sobre mi salud mental. Ahora caigo en la cuenta de que no fui el único en observar la macabra escena; una señora que iba en el puesto de adelante exclamó: «¡Dios mío!», aunque no sé si fue por mirar lo mismo que yo vi o después de ver mi cara de estupefacción.


  
POCA COSA DE POLÍTICA
La política es el arte de  negociar a los hombres como bultos.
J Lacan 
                                                                                  

El Morro del Manzanillo se corona al salir el sol por las montañas de Envigado. Una vaca mañanea en su manga; una casa humea en su olor a desayuno; un niño descalzo, con ruana y un sombrero viejo, se para en el patio bajo el limonar; un hombre delgado con olor a baño dominguero y ropa del mismo día, sale de la casa y se mete en el camino del cañadulzal rumbo a la capilla, pues es día de bando. Una mujer sale con su delantal hacendoso y le grita: «¡Cupertino... Cupertino! no se te olvide el ungüento de llantén».


El hombre llega a la plazoleta ese domingo 22 de abril de 1832. Nuevos acontecimientos urden la trama de la historia local y del país. El hombre medio sabe juntar letras, lee y escucha decires parroquiales. Dicen que hay nueva constitución. Que el país se llamará Estado de la Nueva Granada. Sabe poca cosa de política y mucho menos de cómo se hacen las leyes y de dónde vienen. «¡Ah... pendejadas!», exclama y sigue su andar.


A la botica de Joaquín Montoya llega Cupertino. Antes de hablar pasea su mirada por los frascos y pomos con etiquetas escritas a mano y logra balbucear algunos nombres: tintura de árnica, tintura de caléndula, aceite esencial de lavanda, aceite de romero, aceite de mejorana y flor de azahar, aceite de estramonio, ungüento de llantén, cloruro de magnesio, bálsamo de tigre, azul de Prusia… Al fin, con timidez saluda y pregunta:


–¿Qué cosa es eso de constitución nueva, don Joaco?


–Que ya se repartieron la torta del finado Bolívar. Y a todos nos va a llevar el putas de aquí en adelante –contestó don Joaquín sin mirar siquiera a su interlocutor.


–Véndame una cajita de ungüento de llantén –pide Cupertino al boticario como si de pronto estuviera de mucho afán; recibe el paquete, paga y se despide hablando entre los dientes. Asoma la cabeza hacia afuera antes de salir mirando con recelo a todos lados, observa de nuevo el cartel anunciando el bando y expresa para sus adentros: «Esto tiene que ser obra del mismo diablo».




LA EMPRESA DE ORENCIO K48



Y a la postre de tantos siglos de dolor, de tantas y tan cruentas guerras inútiles, de tantas penas inherentes al diario vivir y de otras que se pudieron evitar, los humanos se volvieron tan insensibles, tan duros de corazón, tan fríos sus espíritus, que las lágrimas empezaron a ser cosa del pasado. Por algún mecanismo de defensa o por saturación de motivos para llorar, las glándulas lagrimales y sus conductos se atrofiaron hasta desaparecer por completo de la fisiología del dolor o de la alegría intensa, pues también desaparecieron los motivos para reír hasta llorar.


Hasta entonces había sido el ser humano el único animal que lloraba sobre la faz de la tierra,  o casi el único, pues se constató que aquello de las lágrimas de cocodrilo era verdad.

Sin embargo, para muchas personas y ante determinadas situaciones era necesario llorar, sobre todo en los cortejos fúnebres de personajes importantes donde mostrar sendas lágrimas rodar por las mejillas era signo de alcurnia social. 


Fue, entonces, cuando cobró inusitada validez la empresa de Orencio K48, quien construyó en su casa de campo unos estanques y se dio a la tarea de criar cocodrilos con el único fin de extraerles sus lágrimas, pues se cotizaban a buen precio, se acomodaban con naturalidad a los resecos ojos humanos en los supuestos momentos de tristeza o cuando era necesario mostrar algún lagrimón en sociedad. 


No era fácil hacer llorar a un cocodrilo y esto hacía más ardua la labor en el zoocriadero de Orencio K48. Ellos, los cocodrilos, tenían capacidad de llanto pero cada vez era más difícil ordeñarles su acuoso sentimiento. Algunos lloraban ante la audición de canciones del folclor vallenato, otros ante las rancheras y a otros era necesario hacerles oír canciones de ópera.


Frasquitos con lágrimas de cocodrilo se exportaban a todas partes para humedecer ojos estériles y disfrazar de dolor la frialdad humana. Y para tratar de volver a vivir los lejanos días del desahogo.




PERORATA DEL ESCRITOR VACÍO



No tengo tema para sentarme a escribir. No se me ocurre ninguna idea. Si tuviera algo sobre que escribir, estaría escribiendo. No tengo más remedio que escribir que no tengo nada que escribir. Sin embargo, al escribir que no tengo nada que escribir, ya estoy escribiendo y claro, también descubro que al escribir sobre no tener nada que escribir, ya tengo un tema. Y ya es algo sentarse uno a escribir que no se tiene nada sobre que escribir, pero, ¿de qué otra manera pudiera aprovechar el tema de no tener que escribir para ir más allá de decir que no hay nada que escribir?  La respuesta no debe ser otra que… escribiendo. Entonces, sí tengo sobre que escribir y de hecho lo estoy haciendo; mejor dicho, ya lo hice, prueba de ello es que usted, amigo lector, me está leyendo y ya es bastante que alguien lea sobre otro que escribió no tener nada que escribir.


Y qué curioso sería encontrar un medio editorial que, no teniendo nada que editar, le publique a un escritor que lo único que escribió era que no tenía que escribir y el producto final llegue a manos de ese lector que no tenía nada que leer.


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